La Presidenta ensaya un sinceramiento de la economía, con eliminación de subsidios, topes a los aumentos salariales y límites al proteccionismo. Se trata de un giro que anticipa choques con el sindicalismo y la encuentra rodeada –en parte- por un elenco de funcionarios más preocupados por su futuro personal que por los desafíos del momento. Aerolíneas y el nudo gordiano del transporte
Hay que escuchar a la Presidenta. A diferencia de otros políticos, suele hacer lo que dice. Puede gustar o no el camino que elige, pero hay antecedentes que fuerzan a tomar en serio sus discursos. El más resonante: la reforma política. Prometió internas abiertas y simultáneas y contra la opinión de buena parte del peronismo y de integrantes de su propio gabinete, arriesgó y ganó.
No es entonces la primera vez que Cristina marcha bastante por delante de un equipo de gobierno que cruje y por momentos entorpece más que soluciona. Claro que no caben excusas. Ella es la que los elije y los mantiene.
Como sea, hay una coherencia en el discurso político que viene desplegando la Presidenta que vale la pena atender. Todas sus últimas intervenciones públicas apuntan a crear las condiciones para instrumentar un sinceramiento de la economía, que contendrá capítulos de dolor.
Y como corresponde a toda política de ajuste –de eso se trata- el factor político crítico son los sindicatos. Es en torno a ellos que se suele aglutinar la mayor resistencia a los procesos de sinceramiento de las variables económicas. Lo vivieron Alfonsín, Menem y De la Rúa. Y no parece casual que haya sido un peronista el que pudo domesticarlos y aplicar su programa. Ahora le toca a Cristina ajustar las clavijas de un modelo que le rindió al kirchnerismo ocho largos años de crecimiento, suba de jubilaciones, baja del desempleo, auge de consumo y casi todo los ítems que suelen soñar los presidentes. Quizás por eso (¿A quién le gusta dar malas noticias?) se demoró el abordaje de las inconsistencias y ahora más que un “service” todo indica que habrá que meterle mano en serio al “modelo”.
Un repaso los discursos de Cristina revela una obsesión recurrente: El pedido a los sindicatos para que bajen el nivel de conflictividad y acepten que llegó la hora de hacer algún tipo de concesión –por ejemplo moderar los reclamos salariales-, en aras de garantizar la continuidad del proyecto, que está ingresando en una etapa crítica de calibración. Lo notable es que esa calibración Cristina decidió realizarla inclinándose hacia el centro, muy lejos de los fantasmas de chavismo que agitaron y agitan algunos sectores de la oposición. Repasemos: el gobierno está instrumentando una fuerte reducción de los subsidios y trasladando todo el costo a tarifa. Al mismo tiempo trabaja para moderar las subas salariales y cuando las considera excesivas directamente las prohíbe como hizo en el caso de los peones rurales donde el Ministerio de Trabajo redujo un aumento acordado con las patronales del 35 por ciento a un 25 por ciento. Se trata de un giro notable de un gobierno que se jactó de liberar las paritarias y conseguir que los aumentos salariales le ganaran a la inflación real. Una medida tan dura como pedirle a la justicia que le quite a un sindicato su personería gremial.
Pero el giro de Cristina es incluso más profundo. En una definición conceptual que pasó desapercibida en medio de la pelea por Aerolíneas Argentinas, al inaugurar una fábrica de electrónicos en Tierra del Fuego, la Presidenta dijo que las medidas proteccionistas no durarán por siempre, porque esto hace “poco competitivas” a las empresas locales.
Contradicciones y trabas.
Este proceso de búsqueda de sinceramiento y acaso modernización de la economía que tantea la Presidenta, se tropieza con gruesos obstáculos que paradójicamente fue el propio kirchnerismo quien más hizo por levantarlos. Es que el andamiaje político que Kirchner construyó para afianzarse en el poder se basó en gran medida en una alianza estratégica con el camionero Hugo Moyano, que le permitió disciplinar al movimiento obrero y regular el conflicto social. Ahora, para avanzar en sus reformas, la Presidenta necesita desmontar o reformular los términos de esa alianza. Pero a su alrededor no se ve mucho músculo político y técnico para lidiar con un período en el que todo indica que ya no habrá almuerzos gratis. Aerolíneas Argentinas es por eso un símbolo redondo de las dificultades que encuentra la Presidenta en el trayecto que insinúa y que se podrían sintetizar en la explosiva combinación de un equipo por momentos torpe y con altos grados de incompetencia, con un marco económico que ya no permite seguir dilapidando recursos de manera ilimitada. Y no es casual que este conflicto haya acaparado el centro de la escena. Como tampoco es desproporcionada la reacción de la Presidenta ante el desafío que le planteó Ricardo Cirielli. Se trata del primer test serio a la gobernabilidad y un módico anticipo de lo que el futuro parece tener reservado para el Gobierno. Moyano y los suyos están convencidos que van por ellos. Y Mariano Recalde no tuvo mejor idea que confirmar esos resquemores, que la Casa Rosada venía administrando, al calificar a los sindicalistas de “burocracia parasitaria”.
Tampoco es producto del azar que sea el propio oficialismo el que se muerde la cola, ante la azorada mirada de la oposición. Cirielli fue subsecretario de Kirchner y un hombre que realizó y acaso realiza para Julio de Vido, tareas muy delicadas.
Sólo podía terminar mal, un esquema político que contiene al directivo que conduce a la empresa y al sindicalista que le hace el paro. Para la voracidad totalizadora del peronismo ese es el orden natural de las cosas, pero cuando la plata empieza a escasear ese tipo de contradicciones hacen saltar por el aire a los funcionarios del área y abren crisis políticas como la que ahora envuelve a Aerolíneas.
Es verdad que Cirielli maneja gruesas porciones de Aerolíneas, como el piloto Jorge Pérez Tamayo; y que detrás de sus reclamos se combinan motivos sindicales con peleas por negocios y espacios de poder. Pero ambos crecieron alimentados por el kirchnerismo, cuando todos festejaban la pertenencia a un “proyecto” que prometía chequera ilimitada. Hoy esa dinámica se estrelló contra la pared de un gasto en subsidios que ya supera los 70 mil millones. Por eso el mantra del momento es “el transporte”. Se trata de una ballena que aspira toneladas de dinero por minuto, administrada por una mezcla de empresarios opacos y jefes sindicales demasiado ásperos. Un agujero de antimateria que se traga todo. “El sistema de transporte es ingobernable, así no va más”, confesó desconsolado un funcionario kirchnerista, que debe lidiar con los representantes de Camioneros, La Fraternidad, los portuarios y todos los gremios del sector que Kirchner regó por la administración. Tan delicado es el tema que el gobierno dio un larguísimo rodeo al asunto con el famoso SUBE –se supone pieza clave para desmontar los subsidios-, y todavía sigue sin encontrarle la vuelta. Por eso, ahora que las balas empiezan a picar cerca no es extraño que los problemas los provoquen algunos de los jóvenes brillantes de La Cámpora y los bomberos a los que se recurre –para bien o mal son los que aparecen-, sean los denostados políticos de la vieja escuela, como De Vido, Moreno o Schiavi. Mientras gran parte del gabinete especula con un oportunista “perfil bajo”, mechado con esporádicas declaraciones ultras, pour la gallerie. Cristina parece haber tomado conciencia que acaso le tomaron el tiempo y algunos vivos sobreactúan el rol de “ultras” para tapar sus incapacidades y seguir dándose la gran vida a costa del erario público. De nuevo, en su muy interesante discurso de Tierra del Fuego les envió un telegrama colacionado, al cuestionar los "planteos pretendidamente ultradefensores de valores por los cuales todos estamos de acuerdo, que terminan siendo funcionales a intereses que poco tienen que ver con el país y perjudican a los sectores más vulnerables". Sin embargo, esa mezcla de obsecuencia y medianía de parte de su equipo -que ya no le está resultando funcional a la Presidenta-, es consecuencia de su propio estilo de conducción hipercentralizado, en el que los funcionarios se dedican más a “leer” señales de la cúspide del poder para actuar en consecuencia, que a gestionar y lidiar con los numerosos problemas del momento. El otro inconveniente que enfrenta Cristina en esta nueva etapa es que sus actuales adversarios –los sindicatos- son impermeables a la imagen pública, no tienen que revalidarse en votaciones generales, cuentan con sus propios mecanismos de financiamiento y tienen una formidable capacidad de movilización. O sea, todo lo contrario de la derrotada oposición. Es decir que los mecanismos para dirimir el conflicto actual y encarrilar el giro que se anuncia, tienen que ser enteramente distintos a los aplicados a la pelea electoral y por cierto, no se resolverán con funcionarios-tortuga que esconden la cabeza debajo del caparazón.